DOS NEGROS SEPTIEMBRES
Para aportar puntos de vista sobre la tragedia provocada por el huracán "Katrina", transcribo el edictorial de EL TIEMPO de Septiembre 10 de 2005, titulado:
DOS NEGROS SEPTIEMBRES
Hoy hace cuatro años, el mundo no podía creer lo que mostraban las pantallas de televisión. Ante los ojos atónitos de millones de personas, las Torres Gemelas de Nueva York, orgulloso emblema del capitalismo occidental, se desplomaban, convertidas en polvo bajo el impacto de sendos aviones llenos de pasajeros y de combustible. Un acto terrorista hasta ese momento inimaginable, pero que cambió hondamente a los Estados Unidos y al mundo.
El cuarto aniversario de uno de los peores atentados de la historia contra civiles inocentes encuentra a la gran potencia azorada y perpleja. Pero esta vez no por culpa del odio de un enemigo externo, sino por la furia de un huracán que dejó sumergidas la mágica ciudad de Nueva Orleáns y regiones vecinas, cerca de un millón de refugiados y un número aún incierto de muertos que, según el Alcalde, podrían ser hasta 10.000.
Dos negros septiembres, el del 9/11 del 2001 y este que hoy padece Nueva Orleáns, en los que el mundo se ha solidarizado con el dolor de esa gran nación. Pero que, también, lamentablemente, dejaron al descubierto fallas estructurales en la cúspide del poder de ese país. Ni entonces ni ahora, el presidente George W. Bush y su círculo estuvieron a la altura. Las críticas unánimes que ha recibido por su falta de acción ante el ‘Katrina’ –hasta del conservador y oficioso canal Fox– han recordado, también, la reacción inicial de Bush, balbuciente y perdido, en las horas siguientes a los atentados de Nueva York.
‘Falluja inunda el Superdome’, tituló su columna Frank Rich en The New York Times, para quien este aniversario evoca, además de las terribles imágenes neoyorquinas, la realidad no menos aterradora de la falta de liderazgo en esos momentos críticos. Son "obvias las diferencias entre una catástrofe natural y un ataque terrorista –decía Rich hablando de la tardía y maquillada reacción de Bush–, pero el carácter no cambia. Es inmutable y es destino".
La posterior reacción del presidente Bush aquel entonces lo transformó en el testiculado líder de la guerra contra el terrorismo. Proclamó a la manera de sheriff tejano que había que capturar a los autores "dead or alive"; se lo vio abrazado con los obreros de Nueva York, en medio de los escombros; ordenando el bombardeo de Afganistán; proclamando "misión cumplida" a bordo de un portaviones luego de la invasión de Irak...
¿Quién no recuerda dónde se encontraba hoy hace 4 años? El 11 de septiembre del 2001 está grabado en la memoria colectiva de un mundo globalizado y televisado. Fue un hecho histórico que cambió de manera abrupta el devenir internacional. Producto del golpe de una secta fanática islámica al corazón de la cultura capitalista, occidental, cristiana. Y también, de la respuesta unilateral de Bush. No hay que olvidar cómo despilfarró el amplio apoyo mundial a su cruzada antiterrorista, cómo no pudo capturar a Ben Laden, desoyó a la ONU y a aliados como Francia y Alemania y decidió invadir a Irak, donde hoy se encuentra empantanado y con su popularidad en picada.
Jamás debe haber pasado por la cabeza calenturienta de Osama Ben Laden, quien sirvió a Bush en bandeja la oportunidad de galvanizar la sana y justa indignación de su país y la opinión mundial, que el segundo devastador golpe al alma de la superpotencia fuera a asestarlo el Misisipi desbordado. Ya no en el corazón simbólico de Wall Street, sino en algo más profundo y visceral: la propia confianza y solidez interna ante la crisis y la catástrofe.
Si el 11 de septiembre unificó a los estadounidenses en torno a valores como la solidaridad y el patriotismo, por encima de clases y razas, el ‘Katrina’ es la antípoda del 11 de septiembre. El huracán sacó a flote la ineptitud, la inequidad, la falta de liderazgo. Al punto de que lo que se discute es si su primer mandatario fue indiferente o incompetente ante la tragedia.
En un gráfico símil con la situación en Irak, otro articulista neoyorquino decía que haber dejado a los pobres a su suerte en la inundada Nueva Orleáns, esa capital del jazz que tanta alegría les ha brindado a los estadounidenses, es como dejar abandonados a los soldados heridos en el campo de batalla.
La tragedia llegó en un clima de opinión ya negativo en Estados Unidos, entre los costos y horrores de Irak, los escándalos corporativos, el alza incontenible de la gasolina... Con el ‘Katrina’, la tardía reacción a sus estragos y la desconcertante y bronceada insensibilidad de los estrategas de la Casa Blanca, la moral colectiva del país ha sufrido un golpe.
Se percibe una especie de complejo o vergüenza nacional y un brusco reconocimiento de hondas falencias internas. Han pasado a primer plano consideraciones raciales que se creían extintas. Saltó a la palestra la extendida pobreza, raramente noticia pero realidad subterránea y amarga de buena parte del sur de Estados Unidos.
Empiezan a aparecer imágenes que sacuden al país, como la de los 32 viejitos muertos en un ancianato bajo las aguas. O declaraciones que lo indignan, como la de la madre del presidente, Barbara Bush, quien sugirió que, como los refugiados ya eran muy pobres, debían sentirse bien en el Astrodome de Houston, donde se hacinan varios miles de ellos.
¿Cómo quedará la autoestima de Estados Unidos? ¿La confianza de su pueblo en sus líderes e instituciones? Hay quienes vaticinan que Irak, sumado a ‘Katrina’, podría producir un viraje político de fondo. Comparable, pero en sentido inverso, con lo que sucedió en la década de los 70, cuando, tras la humillación de Vietnam, la caída del torcido Nixon y el fracaso del puritano Carter, los electores dijeron no más y prefirieron llevar a la Casa Blanca a un ex actor de Hollywood antes que a cualquier político previsible.
Reagan, un carismático líder de derecha, resultó un vaquero de verdad, que mantuvo su popularidad interna e hizo morder el polvo a los malos del comunismo internacional. No es el caso del tejano George W., quien podría resultar un último y lacónico subproducto de una cuestionada concepción corporativa sobre la política y la democracia.
Falta ver cómo todo esto afectará las prioridades externas de Washington y su política de ayuda económica a países como Colombia. Por ahora, solo cabe observar cómo, entre las movedizas arenas de Irak y las fangosas aguas del Misisipi, se estanca hoy la credibilidad del presidente de Estados Unidos y de su equipo de gobierno.
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