octubre 20, 2005

MÁQUINAS Y HUMANOS


El tema problemático y misterioso de la relación hombre-máquina siempre resulta inquietante para los humanos. Por esta razón transcribo esta columna (CAMBALACHE) del periodista Daniel Samper Pizano, publicada en EL TIEMPO, el 12 de octubre pasado.

¡Quiero un ser humano!

"La tecnología nos puso a hablar con máquinas.

Uno de los más impresionantes detalles de la tragedia del Katrina fue la advertencia pública que formuló el gobernador de Louisiana en medio del naufragio general: “Los ciudadanos que decidan quedarse en la ciudad deben escribir su número de la Seguridad Social en el brazo con tinta indeleble”.

No era un consejo para sobrevivir. Era una instrucción macabra para ahorrar tiempo y trabajo en la identificación de cadáveres. Abandonada la esperanza de salvarlas, las víctimas quedaban convertidas en números, en códigos, en objetos. Eso sí: números, códigos y objetos debidamente clasificables, de modo que pudiera dárseles de baja con prontitud y eficiencia. Algo semejante había ocurrido siete décadas antes en los campos de exterminio. Cada interno llevaba tatuado un número, a fin de que los nazis pudieran vanagloriarse de la organización de sus archivos.

La carrera del ser humano hacia la cosificación parece irrefrenable. Cuando se produjo la revolución tecnológica (la de internet, los chips, los teléfonos inteligentes, los computadores, los satélites), muchos profetas cibernéticos anunciaron una nueva era de comunicación para el hombre. Cierta empresa multinacional incluso lo proclama así en su propaganda: “Conectando gente”. La realidad dista mucho de tan alegres augurios. Los chateos, la telefonía de larga distancia fácil y barata, los celulares y otros cuantos inventos acercan a la gente. Pero son la excepción. El despliegue abrumador y maravilloso de nuevas tecnologías no conecta gente, sino que la desconecta. Lo que sí conecta es gente con máquinas y máquinas con máquinas.

Lo estamos comprobando a diario. Llame usted a una oficina donde antes sonreía una voz humana, y ahora responderá un contestador automático que le exige una serie de operaciones y movimientos. Para tal opción, oprima tal botón. Para tal otra, el asterisco. Desaparecen las opciones intermedias o la posibilidad de dudar. Imposible hablar con alguien que lleve un nombre de cristiano, que tosa, que salude. No hay diálogos. Hay teclas. Algunas máquinas se mofan del ser humano gracias a su capacidad de convertir sonidos en dígitos, y le piden a la víctima que articule determinada palabra. Esto es mucho más cruel que hundir el botón, pues ofrece la falsa sensación de que alguien te está oyendo en el extremo opuesto de la línea. Cuando una máquina atiende a otra, el diálogo roza la imbecilidad tecnológica. Encuentro ocasionalmente en mi contestador que ha dejado su voz el llamador telefónico de una de esas compañías de encuestas comerciales que disparan preguntas pregrabadas y solicitan respuestas monosilábicas. ¿Qué se dirán mi contestador telefónico y el llamador automático cuando yo no estoy?

Derrotado en el viacrucis de los botones, a veces cuelgo abruptamente mientras grito, recordando a aquel poseso de Fellini, “¡Quiero un ser humano! ¡Quiero un ser humano!”. Por eso en mis momentos de mayor desolación cibernética marco desde Madrid el 900 990057, que es Telecom internacional, y oigo con alivio una voz colombiana de carne y hueso que dice: “ Buenos días. Mi nombre es Alicia (o Jorge o Wilson). ¿En qué puedo servirle?” Entonces le pregunto cómo quedó Santa Fe, y me lo dice, y nos despedimos, y me voy a dormir dichoso.

En contraste, la mayoría de las secretarias no piden tu nombre sino la empresa que representas. Y en el banco, la Dian, la aerolínea, el Seguro Social, ni siquiera quieren saber la empresa: solo exigen un número. A eso nos hemos reducido: a números, a cifras, a matrículas. Un día nos tatuarán en la nalga, recién nacidos, un código de barras. Entonces ya no serán necesarias advertencias como la del gobernador de Louisiana. Los ciudadanos podrán ahogarse tranquilos".

Este es el correo del periodista: cambalache@mail.ddnet.es

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